viernes, 6 de enero de 2012

LA EXPLOTACIÓN DE LAS FERRERÍAS EN EL VALLE DEL TIÉTAR


             La minería del hierro cobró especial relevancia en el Valle del Tiétar durante la Baja Edad Media, aunque es probable, como bien apunta el profesor Eduardo Tejero Robledo[1], que existiesen explotaciones prerromanas y romanas. El tema exige que especialistas en Geología, Minas, Hidrología, Arqueología Industrial, etc realicen un estudio interdisciplinar en profundidad. 
            La explotación de las ferrerías debió de ser tan intensa e importante en el bajo medievo que estos territorios del sur del alfoz de Ávila recibían el nombre de las Ferrerías de Ávila. Dos de los núcleos de población de la zona en sus topónimos registraban dicho sobrenombre: Arenas de la Ferrerías y Colmenar de las Ferrerías (hoy Mombeltrán). Los numerosos escoriales localizados en toda la comarca del Tiétar dan fe de la relevancia de las ferrerías: en El Gorronal de los de  Poyales, en Candeleda, en Arenas, en Lanzahíta, en Piedralaves, etc. 
            El hierro de estas tierras del sur de Gredos está relacionado, principalmente,  con la presencia de un gran bloque de calizas paleozoicas, que apenas aflora en la superficie al estar cubierto por otros materiales graníticos y sedimentarios. Su umbral exterior más extenso se corresponde con el área de La Tablada-Los Llanos, en Arenas. Una reducida parte de las entrañas de estas calizas, las Cuevas del Águila, es la más conocida, visitada y admirada por sus atractivas y sugerentes estalactitas y estalagmitas.
            En estos terrenos de suelos de arrebol, el mineral de hierro se extraía en diversos puntos en veneros a cielo abierto para después transformarlo en metal de hierro en las ferrerías, ubicadas en lugares próximos a los criaderos de extracción, en espacios donde además abundasen la madera de robles y encinas y la vegetación arbustiva de brezos y jaras que permitieran realizar carbón vegetal, con un alto poder calorífico, para alimentar los  hornos de fundición; y también exigían la presencia de cursos de agua permanentes que moviesen los ingenios hidráulicos anexos.
            Una ferrería de esta época contaba al menos con un horno bajo donde se colocaban capas alternas de mineral y de carbón vegetal que actuaba de fundente. A esta masa se le inyectaba aire procedente de grandes fuelles de cuero o pistones hasta que alcanzase una temperatura entre  800 y 1.200º C,  que era mantenida durante varios días.  Después, fuera del horno, se separaba la escoria y el hierro con un martillo o mazo hidráulico que golpeaba, a su vez,  sobre un gran yunque. Una vez obtenido el hierro en la forja o herrería se procedía a elaborar los útiles o productos manufacturados del hierro.
            Para la operatividad del fuelle y del martillo o mazo se construye una infraestructura hidráulica que constaba de un azud y/o toma de agua abierta en el curso de un río principal, de un canal de alimentación, de un depósito o pequeña balsa y de un canal de desagüe.  El agua desde el depósito o alberca  cae por una fuerte rampa sobre las ruedas hidráulicas que accionan el mazo y el fuelle de soplado. La infraestructura hidráulica y la tecnología de las ferrerías serían pues similares a las diseñadas en los numerosos molinos harineros localizados a orillas de nuestros ríos.
            La documentación sobre la explotación de las ferrerías del Tiétar es poco abundante y escueta. El profesor Ángel Barrios, el gran estudioso del medievo abulense, apunta que en el sitio de Los Llanos, en Arenas, el cabildo abulense era titular en 1303 de una fundición: “una rrueda de fondir fierro; (…) con I par de pellejos e su tablado”.[2]
             Ruy López Dávalos, señor de la práctica totalidad de la Trasierra abulense del Tiétar,  a comienzos del s. XV impulsó la producción de hierro y construyó hornos de fundición en Candeleda. El hecho queda recogido por el cronista de Juan II al hacer reparto del patrimonio de López Dávalos: “E a Pedro de Zúniga, Justicia Mayor del Rey, dio a Candeleda con ciertas herrerías que allí tenía el Condestable Ruy López Dávalos” (Crónica de Juan II, año decimoséptimo, cap. VI, 1423, BAE) (Tejero, 1980). 
            Durante parte del siglo XV el hierro del Tiétar surtía a Castilla y en especial a la demanda manufacturera para la fabricación de armas en Toledo, pero entró en fuerte competencia, sobre todo desde mediados de dicho siglo y centuria siguiente, con el producido en Vascongadas por su mejor calidad y por la puesta en marcha de un nuevo procedimiento de fundición del hierro: el sistema de fundición del alto horno, que permitía obtener hierro líquido que era vaciado en moldes y después derretido para convertirlo en un hierro más blando. 
            Ya desde el s. XVI la explotación de hierro en estas tierras parece ser testimonial y si acaso abastecería a algunas herrerías locales, a juzgar por la falta de referencias documentales en relación a las ferrerías.
Mª Lourdes Garro García        


[1] TEJERO ROBLEDO, E: “Emergencia del Valle del Tiétar a fines del  siglo XIV: Política de Ruy López Dávalos en su carta de villazgo” (Pp. 26-27)  en la obra de CHAVARRIA, J. A  y GONZÁLEZ, J. M. (Coord.): “Villas y villazgos en el Vallle del Tiétar abulense”. Ed. SEVAT. Madrid, 2000.
[2] BARRIOS GARCÍA, A: “Repoblación y colonización” (Pp. 298-299); en BARRIOS GARCÍA, A (Coord.): “Historia de Ávila. Edad Media (siglo VIII-XIII)”. Ed. Institución Gran Duque de Alba y Caja Ávila. Ávila, 2000.

LAS TIERRAS DE GUISANDO: UN DERROCHE DE GENEROSIDAD DE LA MADRE NATURALEZA

Las tierras de Guisando son hermosas y diversas, extendidas entre los 400 metros en las Gamellejas, en las cercanías del río Tiétar, y los 2.392 metros de altitud en el pico de La Mira, en pleno corazón del Macizo Central de Gredos, muestran paisajes diversos y cambiantes. Esta diversidad altimétrica y la abundancia de sus precipitaciones anuales, en un clima mediterráneo de inviernos suaves y veranos calurosos, hacen de sus paisajes y rincones una muestra heterogénea de ecosistemas diferentes que acogen una rica flora y fauna: desde los encinares, alcornocales y jarales del sur hasta los pastos y piornales de la alta montaña, pasando por una variada gama de espacios naturales y humanizados donde predominan los pinares y las tierras abancaladas para el cultivo de olivos, cerezos, higueras, castaños, nogales, manzanos, vides, etc, sin olvidar los robledales de rebollos y quejigos, los bosquetes de ribera en los que destacan alisos, sauces y fresnos, y los bosques de altura donde encontramos al perfumado enebro, a los coloristas serbales y a algún tejo. Una simbiosis casi perfecta entre las actuaciones del hombre y de la naturaleza. 
 El bosque de pinos resineros es el rey del nuestro paisaje, que convive, también, en los espacios más resguardados, altos y umbrosos con el pino albar y con algún escondido acebo. En el pinar destacan dos ejemplares de árboles emblemáticos: el “Pino Bartolo”, un albar con más de 500 años de antigüedad y el “Pino la Víbora", un resinero de más de 200 años.
 En el manto verde del pinar se refugian juguetonas ardillas, águilas, azores, tejones, jinetas, garduñas, zorros, jabalíes, ciervos y, recientemente, algún corzo. Entre la flora destaca la belleza de la rosa del monte mediterráneo, la peonía, los escaramujos, los espinos albares, las madroñeras, las coscojas, los brezos blancos y rosas, las retamas, las jaras, lentiscos, durillos, torviscos, oréganos, tomillos, cantuesos, etc. 
 Todo un embrujo de colores, olores y sensaciones que se acrecientan en la primavera, con el inicio de la floración: desde comienzos de marzo hasta entrado abril se visten de flores los árboles frutales como ciruelos, melocotoneros, perales, cerezos y manzanos y los más tempranos matorrales y pinos, que muestran a sus pies el hechizo de los diminutos narcisos silvestres o campanitas; en mayo nos embelesan los aromas del olivar y el azahar de los escasos naranjos y limoneros; junio es extraordinariamente sensual y embriagador, toda una borrachera de perfumes y cromatismos donde destacan los floridos piornales y escobares que deslumbran por sus amarillos y blancos, junto a los tonos morados del cantueso, los tomillos… y los castaños lucen su hermosa y espléndida flor, la candela. 

 El verano es la época del disfrute del murmullo del agua de nuestros ríos, arroyos y manantiales. El río Pelayos y el río Cuevas o Ricuevas son las dos gargantas serranas que cruzan nuestras tierras de norte a sur. Sus aguas se deslizan bravías e impetuosas en las épocas de lluvias y sosegadas y tranquilas durante el estío, entre lanchares y bloques de granito y pizarra. Estas aguas cristalinas forman de cuando en vez espectaculares saltos, bien labradas bañeras o “marmitas de gigante” y profundos encajonamientos denominados “callejas”. Charcos y charcas, hacen las delicias del bañista y del espectador ávido de sosiego y tranquilidad que se deja embelesar por placenteras sensaciones. Disfrutaremos viendo surcar estas aguas transparentes, con fondos de verde esmeralda, a la trucha común y a la arco iris, y revolotear a las juguetonas y multicolores libélulas. 
 Las aguas del río Pelayos se represan en tres piscinas o “charcas naturales”: El Risquillo, en el mismo casco urbano, El Charco Verde, a un kilómetro aguas arriba de la población, junto al camping, y la de Vega Reina, en las inmediaciones del campamento José Manuel Martínez. 
 El verano también es la época más propicia para disfrutar de la montaña y extasiarse mirando los nuevos horizontes y perspectivas que nos descubren las alturas. La sierra de Guisando es el Gredos más agreste y salvaje, en muchos casos desafiante e inaccesible y solo apta para los avezados alpinistas. Sorprenden la verticalidad de sus roquedos, en especial las paredes del Galayar y la majestuosidad de su risco más emblemático, el Torreón de los Galayos, que muestra altiva su figura de más de 250 metros de altitud, convertida hoy en símbolo de la Federación Española de Montañismo. No nos olvidaremos de la grandiosidad de los riscos de las cabezas del Covacho, de Arbillas y del Común, tantas veces plasmados en los lienzos de los grandes pintores de Gredos. Es recomendable no desviarse de los senderos señalizados y agudizar los sentidos para no dejar escapar ninguno de los atractivos que nos ofrece la serranía, entre ellos el poder observar a la reina de su fauna: la cabra montes. 
 El otoño es la estación más atractiva del año, todo un derroche cromático cuando los árboles se disponen a desnudar sus hojas y las cumbres nevadas muestran sus primeras “canas de nieve", a la vez que los atardeceres, que visionaremos desde las cimas y altozanos o desde los fondos del valle, despliegan su más exultante cromatismo: cubren el horizonte de un manto multicolor de arreboles, anaranjados, amarillos y una amplia gama de azules. ¡Que derroche de sensualidad!. Es la mejor época para disfrutar del monte y de sus encantos, entre ellos los paseos, la recolección de las últimas bayas y frutos silvestres (moras, madroños, endrinos…), el atractivo de sus hongos y setas (nízcalos, boletos, amanitas, parasoles…) y de espectáculos únicos: la etapa de celo de la cabra montés con las luchas entre machos que pelean con su impresionante testuz y del ciervo con su enigmática berrea. 
 Cierra el ciclo el atemperado y corto invierno, un remanso de paz y calma sorprendido por las crecidas de ríos y arroyos bravías, impetuosas… Y las nieves serranas y los días de lluvia invernales otorgan un clima de sosiego, tranquilidad y armonía que invitan a destapar la vivacidad de una primavera que se anuncia ya próxima y siempre madrugadora, presentando a finales de enero su mejor tarjeta de visita, los almendros y mimosas floridos.  
 Un derroche de generosidad y belleza de la naturaleza que tenemos que seguir cuidando y admirando. ¡No te lo pierdas y disfrútalo!.